La sombra de Mozart

 

Un actor, una bailarina y maniquíes

 

 

No son seres reales, sino imaginarios los que ejercen sobre el alma la acción más profunda y duradera.

Anatole France

 

 

Entre luces y sombras brota una música de Mozart interpretada por un trío de maniquíes, violines y chelo, que hace moverse a una bailarina de humo por escena. De seguido, bajo un foco, aparece el Dr. Freud tocado con sombrero hongo y flanqueado, a distancia, por una mecedora y un maniquí sentado en una silla de director. El creador del psicoanálisis le habla a la mecedora.

Dr. Freud: Como vienés de adopción, quiero pensar que el Emperador José II me reclama haciendo un salto en el tiempo, ¿su extensión?, ¿le parece bien sesenta?, ¿ochenta años? Lo veo escéptico. ¿En el teatro de la vida por qué el Emperador no podría haber requerido de mis servicios para poner orden en esa olla de grillos que es su cabeza? (Pausa.) Antonio, toda Viena anda inquieta. También al mundo de la música le preocupa su postración y lo reclama, reclaman al maestro de ópera de Beethoven y Schubert, y desean salud mental al... (Pausa.) Dígame un secreto que me intriga, ¿por qué su amigo Gluck hizo posible que usted estrenara en París Les Danaïdes, su mejor obra sin duda? ¿Por qué Gluck inventó un ardid y asumió la autoría de la obra? Qué gesto, qué grandeza de colegas. (Pausa.) Aunque volvamos a ese baile de neuronas disparatadas? ¿Sabe? Me gustaría echar un vistazo a su inconsciente. Más que nada para tranquilizar no sólo al Emperador, sino hasta a los mismísimos instrumentos musicales, que están lánguidos, reticentes, desafinados, como sumidos en un letargo. Querido Salieri, usted está atrapado por los fantasmas de su mente que le hacen pensar que asesinó a Mozart. Nadie destruyó a Mozart, vivía entrampado, machacado por su música, encima se creía Dios y Dios miró hacia otra parte cuando Amadeus pisaba su propio abismo. (Pausa.) Querido Salieri, créame, pensar en que usted quitó de en medio a Mozart es un acto de prepotencia por su parte. El destino de Mozart no dependía de usted, sino de él. ¿No me cree? No, no tiene fe en mis palabras, por eso sus ojos me rehuyen. ¿Me permítame mostrarle una prueba de que usted no manchó sus manos de música con sangre ajena? Alce la cabeza, trate de concentrarse, fije en mí su mirada, no parpadee, no, no voy a hipnotizarlo, ya descarté la hipnosis, mi método ahora es otro, y voy a intentar liberarlo del pulpo de la demencia que lo tiene atrapado. ¿Va a colaborar? Muy bien, ya gira la cabeza hacia mí, ya sus ojos de alunado se posan en los míos. Míreme bien. (Se despoja de una sutil máscara color carne.) Sí, lo que está viendo es real, ahora no le traiciona su mente, no soy el doctor Freud, sino Wolfgang Amadeus Mozart, ¿qué tal querido colega? Y observe estas partituras. (Las muestra.) Es el final de ese requiem inacabado. ¿Te cercioras? Había llegado a una situación límite, los acreedores no me dejaban crear, je, je, no es un juego de palabras, sino la cruda realidad. Además, el requiem al final se me atragantó, no había forma de acabarlo. La creatividad juega a veces esas trastadas, incluso a los más dotados. Era una situación límite la mía, mi única justificación para seguir respirando residía en mi imaginación creadora, mas si la crisis económica la golpeaba, ¿qué sentido tenía tanta limitación, tanto sufrimiento? Debía desaparecer. De modo que toqué la flauta mágica y su música me señaló el camino a seguir. Un pariente mío, solitario como un gato callejero, murió esos días de unas fiebres extrañas, no fue difícil hacerme pasar por él, incluso asistí a mi propio enterramiento. ¿Una fosa común? Miserables. Pero ahora, con el requiem finalizado, los acreedores desdibujados y con otra personalidad vuelvo a volar como un pájaro en libertad por el universo de los pentagramas insólitos. (Pausa.) Caro amigo, te preguntas por qué salí de mi agujero y te revelé mi coartada. No podía pegar ojo sabiendo que enloquecías por mi culpa. Ahora ya lo sabes. No pudiste eliminar a Mozart porque él está ante ti tan vivo y coleando como una trucha en el agua.

(Avanza hacia la mecedora, se sienta y hace un gesto con energía. Enmudece el trío de cuerda, cesa la bailarina de evolucionar. Después Mozart se retira la máscara y adquiere la identidad de Antonio Salieri, quien se yergue con lentitud y se planta ante el maniquí que ocupa la silla de director.)

Salieri: ¿Las trampas de la mente, Dr. Freud? Él vive. ¿Y cómo sé que no es otro guiño esquizofrénico de mi propia mente? Y si él respira, ¿cómo puedo engañarme y sentirme el Músico de Viena? No, no puedo correr ese riesgo. ¿Qué hacer? ¿Asumir al compositor que soy y dejar que cada colega ocupe en libertad el territorio que le pertenece o segarle a ese taumaturgo de las notas la hierba bajo los pies? Si él vive, sólo soy un nombre más en la lista de músicos ilustres, pero si él va a la fosa común que eludió, la estrella de Salieri será aquí la más reluciente. No deslumbré al emperador por azar, si fui director de la ópera italiana en Viena por algo sería. El prestigio de mi nombre hace de Mozart un músico de banda de aldea. Además, debo cuidar la posteridad. Luego surgirán gentes como ese Puchkin, que de no haber escrito Mozart y Salieri, esa inoportuna obra teatral, Rimski-Korsakov no hubiera ahondado en la misma herida con una ópera. Y por si no fuera suficiente, otro autor del siglo XX, Peter Shaffer con su Amadeus clava otro aguijón y ahora esta minipieza que vuelve a vincularnos... ¡Oh, Señor! Se exige movilizarse, debo anunciar que un intruso anda por ahí haciéndose pasar por Amadeus, y hay que enviar octavillas, repartir panfletos, hacer que circulen las descalificaciones más envenenadas y liberarme de esta pesadilla que pende sobre mi cabeza de compositor de la corte.

(El dúo de músicos se deja oír, la bailarina mueve su silueta de ceniza por escena. Salieri hace un gesto de retirar su máscara, pero se inhibe.)

Salieri: Usted dice ser un tal Dr. Freud que no respeta ni la edad del tiempo ni sus pasos. ((Pausa.)) Ahora oiga mi propia versión de mis delirios. A Mozart y a mí se nos programó para tener el mismo tamaño de ambición, pero no idéntica creatividad, ese es el origen de mi tristeza de manicomio. ¿Por qué carraspea? Aquí el nivel de creatividad va por un lado y el afán de notoriedad y reconocimiento va por otro, ¡ese fue mi problema, doctor Freud! Y es más, ¿por qué tenemos que estar atados al reconocimiento? ¡Fuera ligaduras! ¿Y la libertad? Mozart y su jaula. Ni siquiera él pudo escapar de esa reja.

(Salieri se dispone a salir de escena con rapidez, pero se gira, queda inmóvil y con lentitud se despoja de su máscara de carne para cederle la identidad a un joven con un sueño escénico en la mirada. En el acto cesa la música y la bailarina queda inmóvil como un maniquí más. De seguido el joven avanza con unos papeles garabateados hacia el maniquí sentado en la butaca.)

Joven autor: Aquí tiene las escenas escritas para el certamen de escritura rápida. ¿Cree usted, maestro, que tengo alguna posibilidad? Yo, personalmente, creo que ninguna, de modo que, con su permiso...

(Extrae una larga cerilla, la muestra, y prende fuego a los folios.)

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