RELATOS:
Un problema moral
Soy un apasionado de los libros raros. Un buen amigo, antes de morir, me regaló una edición remota de El lazarillo de Tormes, un libro casi incunable, de gran valor. Olvidé el libro cuando lo leía en un parque. Al ir a buscarlo, con el corazón encogido, un vagabundo que leía el libro me dijo: “Era un librero de viejo, aposté por las enciclopedias de arte e Internet me arruinó. Ahora el destino me sonríe y, con el tesoro que hallé, abriré una librería”.
Plaza de las Tres Culturas
Béseme, se lo suplico, y ella resultaba tan irresistible que la besé en los labios en medio del fragor del tráfico. Luego del beso, la desconocida posó su brazo en el mío con familiaridad y cruzamos unas calles próximas a la Plaza de las Tres Culturas, con un silbido de balas lamiendo mis orejas. ¿A quién disparan?, tartamudeé. A ti, cariño, y, por favor, mueve los pies, corramos. Y me advertí corriendo a su lado, con un eco de balas tras mi nuca. La desconocida no tardó en detener un taxi con la mano, abrió la portezuela, me empujó hacia el interior del auto, mientras decía inmóvil en el asfalto: mi padre, de profesión inconfesable, se empeña en casarme con el hijo de su socio, pero yo amo a otro y te han confundido con él, de manera que quizá le salvaste la vida. Ahora debes ponerte a salvo de los sicarios que te balacean. Ante mi cara de incredulidad, añadió: te deseo el mejor de los destinos, y, a ser posible, en esta vida.
El contrato
Bajo el aguacero ella exclamó: “Nuestra relación se agotó, pasemos página”. Y al momento Marga desapareció entre una nube de paraguas, al tiempo que surgía con un relámpago un individuo de tez cenicienta, con sombrero panamá. “Puedo hacer que vuelva a su lado, pero deberá firmar este papelorio”. Y ofreció una pluma estilográfica. “¿A cambio de qué?”, murmuré. “Usted recupera a Margarita y yo le cobro mi caché habitual”, contestó. Sin titubear, firmé, y al momento Margarita corría hacia mí con una oleada de amor en el azul de sus ojos, mientras Mefistófeles se diluía en la lluvia.
Un saxofonista en el barrio gótico
Lucas Rosselló soñó siempre en ser un pequeño dios en el firmamento de las grandes orquestas clásicas y no perdió una hora de su vida en ganar la batalla que él mismo se había declarado. De modo que desde su más tierna infancia decidió que el piano fuera su contertulio más íntimo y pasó días y años dialogando con él. Después el azar de la vida le hizo trabar amistad con un creador muy aplaudido en los palacios de la música y merced a esa coincidencia se familiarizó con la mejor tradición de la ópera del momento. La fantasía de su batuta orquestal pronto le abriría las puertas de los grandes festivales. No era un innovador, pero a la hora dirigir lo hacía con tal virtuosismo como si hubiera ensayado en el mismo claustro materno.
La noche que cumplía 35 años soñó que Salzburgo y la Scala se peleaban por él, y al salir del ensueño y parpadear oyó el timbre de la puerta y al abrir se topó con el cartero quien con gesto amable puso en sus manos un telegrama en el que se le invitaba a dirigir la Orquesta Filarmónica de Viena.
"Al fin he ganado mi guerra", se dijo y a continuación se encerró en su estudio, deslizó el pestillo y se aisló como nunca lo había hecho hasta entonces. Su ostracismo provocó la alarma en su esposa María Teresa, arpista y autora de un melodrama y una ópera bufa.
- ¿Te ocurre algo, mi amor?- exclamó ella al otro lado de la puerta, sin osar respirar.
- No- respondió él con una voz llena de ausencias.
Entonces María Teresa descubrió el papel de telégrafos en el pasillo, junto a la puerta del estudio. Lo recogió y clavó los ojos en las letras bajo una expresión de desconcierto.
- ¿Es una hermosa noticia, verdad?- insinuó con un hilo de voz.
- Déjame en paz- respondió el marido con una voz que anunciaba un naufragio.
Ella, paciente, aguardó a que la emoción del telegrama cediera y un triunfal Lucas Rosselló abriera la puerta dispuesto a ir a Viena con la humilde arrogancia del cargo obtenido. Y pasaron las horas, incluso días y él seguía enclaustrado. De manera que María Teresa tomó la resolución de visitar a su médico de confianza y sin más demora empolvó su cara, se puso un traje sastre color malva y se echó a la calle.
El matrimonio vivía cerca del barrio del Mercat, en un palacete un tanto destartalado del siglo XVIII, de tres plantas. Bajo un balcón con rejería destacaba un escudo nobiliario.
La arpista regresaría de la consulta con la serenidad que cede vaciar el peso de la ansiedad en manos amigas. El doctor diagnosticó a tenor de lo oído que el compositor pasaba por un bache fugaz propio de una naturaleza frágil como una nota musical. Lo cierto era que la relación matrimonial sufría un rasguño tras otro y la herida en vez de cicatrizar crecía con el tiempo. Lucas Roselló solo abría la puerta a las horas de las comidas, luego iba al servicio y se metía en su celda musical, tal como la denominaba, y entonces se instalaba en el palacete un silencio monacal.
Empecinada, María Teresa intentó una y otra vez dialogar a través de la puerta, aunque sin fortuna. Una mañana se acercó de puntillas y pegó la oreja contra la madera y le pareció oír un gemido. Aguzó más el oído y oyó sollozos.
Estaba tan sorprendida que ignoraba cómo reaccionar. Finalmente, sin hacer ruido, se alejó del estudio y corrió a la consulta del médico amigo. Cuando regresó de la clínica la recibió un preludio de Chopin. No podía esperar mejor recibimiento. Corrió como loca al estudio, abrió la puerta y vio al cónyuge ante el piano. Con lágrimas en los ojos, abrazó sus espaldas y permaneció inmóvil hasta que finalizó la música. Luego él se irguió, dio media vuelta y la besó. Sin embargo, a María Teresa le dio un vuelco el corazón: su marido había sufrido tal metamorfosis que le costaba reconocerlo: flotaban mechones blancos en su cráneo, el rostro tenía un matiz amarillento y bajo las cejas huían sus ojos hacia un abismo en sombras.
- ¿Nos vamos a comer por ahí?- dijo ella absorbiendo en secreto una lágrima.
- No volveré a dirigir- respondió él, sin mirarla.
- ¿Qué no volverás a qué...?
Ahora la respuesta de Lucas Roselló consistió en desplazarse a un mueble de donde extrajo un puñado de cartas.
-Es la renuncia a mis contratos. Pagaré las indemnizaciones que sean- añadió -, pero no quiero saber nada de óperas, sonatas, cuartetos, oratorios, sinfonías ni demás gaitas.
- Pero la Orquesta Filarmónica de Viena -protestó ella.
- Si vuelves a pronunciar unas palabras semejantes, pediré el divorcio.
Y dicho esto, cogió la gabardina, se enroscó una bufanda al cuello y se dirigió a la puerta de salida como un pájaro con el ala rota. María Teresa al verlo salir, se derrumbó en el asiento del piano. ¿Qué podía haber ocurrido? Y precisamente él, una batuta diseñada para ser mimada en las catedrales de la música.
Atardecía. Un peatón elegante y con el alma extraviada deambulaba por el casco gótico de la ciudad. Al llegar a una fachada de la catedral, frente a los setos y arbolado, lo sacó de su ensimismamiento unas notas de jazz. Lucas Rosselló alzó la vista y posó su atención en un individuo alto, escuálido, de tez cetrina y con barba de perilla, quien tocaba el saxofón. A sus pies había una gorra con algunas monedas.
- ¿Puede sustituirme un momento?- le preguntó el saxofonista sin más. Lucas Rosselló pestañeó sin saber qué decir.
-Es que me estoy meando -se disculpó el otro -, y no es cuestión de parar el trabajo.
Bajo una mueca de circunstancias entregó el saxofón al director de orquesta, le dio una palmadita en el hombro infundiéndole ánimo y se alejó en busca de un café donde desaguar la vejiga.
De súbito detuvo el paso y sin girarse, exclamó:
-Me llamo Aldo Bonaparte, Aldo para los amiguetes.
Y echó a caminar. Desconcertado, Lucas Rosselló acarició la piel metálica del instrumento. Acto seguido una fuerza oculta le movió a subir la boquilla a los labios y sin darse crédito a sí mismo empezó a tocar con una fuerza emocional que le sumía gradualmente en una perplejidad que lo superaba.
Al poco apareció Aldo Bonaparte y bajo irónica sonrisa le quitó el saxofón de las manos.
- No es usted Charlie Parker, pero se defiende... - y echó una mirada de soslayo a la gorra dejada en el asfalto y añadió:- ¿no le echaron plata?
El director de orquesta fue a denegar con la cabeza, pero sin saber el porqué llevó la mano al bolsillo y extrajo varios euros y los arrojó al interior de la gorra.
- Me los dio un tipo al que le gustó mi forma de tocar.
El clarinetista abrió los brazos con desmesura, bizqueó y dijo, mordaz:
- Eso no se hace -lo recriminó-, la recaudación a la gorra. Luego se reparten beneficios.
-Disculpe -alegó Lucas Rosselló, y llevó la mano al sombrero a modo de despedida y se alejó del arco.
Mientras caminaba sintió como si la fuerte presión sobre los párpados cediera un ápice. En seguida elevó los ojos al cielo y vio nubecillas volátiles flotando en el azul.
Al día siguiente, mientras comía y era observado de reojo por María Teresa, parecía menos aturdido.
-¿Dónde estuviste ayer por la tarde? -preguntó ella, con un falso gesto de desinterés.
-Por ahí... -exclamó él, un tanto ambiguo.
-Y esta tarde, ¿dónde irás?
-Por ahí -volvió a repetir el director de orquesta.
Luego de la siesta, pinchado de impaciencia, abandonó el palacete. Y de nuevo la fuerza oculta guiaba sus pasos hacia el barrio antiguo, y otra vez vislumbró al saxofonista bajo el arco, con la gorra a sus pies, invadiendo de jazz la calle.
-¡Vaya! Qué oportuno llega usted -Aldo Bonaparte -, ¿Podría tocar un momento por mí?
-¿Es que se está orinando de nuevo?
El otro alzó la diestra y se palmoteó la mejilla bajo una carcajada.
- No, hombre. Pero llevo horas sin llenar el estómago.
Le dejó el saxofón en las manos y se alejó andando de espaldas, riendo a intervalos y farfullando:
-Ánimo, señor, convierta este lugar en un barrio negro de Nueva Orleans.
Cuando quedó a solas, Lucas Rosselló rozó con la yema de los dedos el saxofón y lo acarició como si tuviera entre sus manos ese hijo que la arpista María Teresa Gadea nunca le había dado, pese al amor.
Bajo una emoción inédita intentó, a pesar de su falta de oficio, convertir aquel rincón gótico en ese barrio negro de Nueva Orleans que citara Aldo. Fue un momento musical que lo inundó de dulzura.
Cuando regresó el dueño del saxofón, halló un billete de veinte euros en el interior de la gorra.
-¿Y esa fortuna?- preguntó el hombre, señalando con el índice hacia la gorra del saxofonista.
- La dejó un señor. Según él parezco una estrella de jazz.
Se arquearon las cejas de Aldo Bonaparte.
-Ja. Ja. Ja. Es usted genial -y rió tanto que se sus facciones se desfiguraron y los lagrimones humedecieron su cara.
-Habrá que repartirse las ganancias -exclamó.
-Otro día -dijo Lucas Rosselló, mientras decía adiós con la mano.
Se fue a casa, atravesó el gran portal y en el zaguán tropezó con una expectante María Teresa.
-¿Dónde has estado?- interrogó disfrazando su inquietud.
-Por ahí- dijo el cónyuge con una sonrisa que desconcertó a su esposa.
A la tarde siguiente, María Teresa Gadea decidió ir tras los pasos de él a fin de saber a qué territorios lo llevaba su extravío.
Lo seguía a distancia, con prudencia, pues temía ser descubierta por un hombre con el cual hacía años había hecho un pacto de libertad.
Y al rato de andar, atravesando el corazón del barrio gótico, en un laberinto de plazas y callejuelas, oyó un rumor, quizá un acorde, tal vez una música que le hizo abrir los oídos y acortar su zancada. En la siguiente bocacalle le llegó con nitidez un ritmo de jazz.
Ella no podía dar crédito a lo que veían sus ojos: a unos metros de distancia, bajo un arco de piedra, en la acera, con un saxofón en la mano, en medio de un círculo de peatones estaba una de las más prestigiosas batutas tocando igual que un músico de calle.
Su primer impulso consistió en repasar con la vista al público que rodeaba a su marido por si entre los curiosos había alguien familiar a sus retinas. Se calmó al ver caras desconocidas.
Cuando se sobrepuso, pensó: "lo más aconsejable es tomarlo del brazo e introducirlo en el primer taxi que vea libre". Y se disponía a materializar su pensamiento cuando le dio por observar el semblante del director de orquesta y la lectura facial la sumió en la incertidumbre. Su aspecto era otro: los músculos de la cara no estaban tensos como cuerdas de violoncelo, al contrario su tez se veía relajada; también la huella de pesadumbre a lo largo del rostro se había esfumado así como los surcos de las ojeras fruto de la crisis y, en lo hondo de su mirada brillaba como una luz inédita. Aquel rostro emanaba tal reconciliación consigo mismo que María Teresa Gadea en vez de avanzar, retrocedió un paso y se ocultó en el chaflán. Fue en ese momento cuando apareció Aldo Bonaparte, quien al ver el volumen de público atraído por la música de jazz y la cantidad de monedas depositadas en la gorra, se agachó, recogió lo recaudado y enganchando del brazo al virtuoso de la batuta, exclamó:
-Esto marcha, colega, vamos a echar un trago.
-Sí -exclamó Lucas Rosselló-, nos merecemos una botella con el permiso de Charlie Parker.